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miércoles, 4 de enero de 2012

Hibórea


Hace ya varios milenios, la Tierra estaba aún cubierta por el hielo, bajo un manto de oscuras nubes. El Sol la observó, y adivinando la belleza y la vida que albergaba bajo las capas de hielo, quiso fundirlo.

Empezó por acercarse más, y comenzó a calentar la atmósfera, hasta que la densa capa de nubes que entorpecían su visión se empezó a disipar. Entonces pudo verla más de cerca, cubierta todavía por el hielo. Y supo lo que debía hacer: continuar proporciónandole calor, hasta que se hubiera derretido el hielo casi en su totalidad. 

Y le dijo: "Tierra, voy a fundir todo el hielo que me sea posible, hasta que puedas mostrarte ante los demás tal y como eres, hermosa y llena de vida. Pero necesitaré tiempo para poder hacerlo, ya que el hielo cubre casi por completo tu superficie."

Y la Tierra, bajo su manto de hielo, lo escuchó, y llegó a ver algo del brillo de su luz. 

Y le respondió: "Sol, necesitaré tiempo para que el agua que salga del hielo derretido forme ríos, lagos, mares y océanos. Y tendré que ir movíéndome, siempre al mismo ritmo, danzando sobre mí misma, para que calientes toda la superficie y no sólo una parte."

Ambos comenzaron a bailar al ritmo de la música de las estrellas, cuya melodía sólo ellos podían descifrar, hallando juntos el compás que les correspondía en la eterna danza.

Y así, queridos niños, comenzó el tiempo (no, no me refiero al Tiempo del Universo, sino a uno más sencillo, más pequeño y cálido, el que comparten el Sol y la Tierra). Y con el tiempo, brotaron las flores, e incluso hay quien dice que se escuchó cantar a un ruiseñor.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

La hija del Roble

El duende era ya un poco viejo, aunque nadie lo diría, pues hacía 150 años que se había dejado la barba y aún la conservaba igual (como el diría, un duende ha de estar siempre pulcro para cruzar el arco iris).

Era catalán, aunque se había trasladado a un pueblecito pequeño de Asturias, donde disfrutaba sus días entre sidra y gaitas. Esa mañana, camino de la sidrería del pueblo (donde siempre sisaba algo de crema de quesuco y ramoneaba un poquejo de sidra a primera hora), le sonó el móvil. Sí, habéis oído bien, nuestro duende es moderno y lleva móvil -principalmente, para hablar con la familia. No le gusta, pero acabaron convenciéndolo-.

"¿Digin?" -respondió. "Hola, yayo. Soy Cimbel, tu nieta. Quería preguntarte una cosa que mamá me dijo que tú sabrías." -le dijo ella.
"Caramba, que alegría oírte, cariño. Dime qué quieres saber." -respondió el duende, contento del parloteo franco y tintineante de su nieta.

"Esta mañana, al salir a pasear con mi amiga Dzy´ann, hemos visto algo que nos ha extrañado. Hay una colina en un claro del bosque, encima de la cual se asienta una casa de piedra. Rodeándola, casi por completo, hay una inmensa hiedra. Pensábamos que la hiedra sólo crecía sobre los árboles, nunca la habíamos visto sobre una construcción humana. Bien es cierto que ha sido nuestro primer paseo por los pueblos de Asturias, pero suponemos que habrá más casas como esa. Queremos saber cómo es posible que una criatura del bosque, como la hiedra, se avenga a convivir con humanos, que lo queman y lo destruyen." -le explicó Cimbel.

"No todos los humanos son iguales, querida niña. Está bien, decidle a vuestras madres que os venís a cenar conmigo, y os lo contaré. En mi casa, a las ocho." -la despachó el duende, colgando el móvil. Aún no se había acostumbrado a hablar por ese aparato, por mucho que sus amigos de Ciudad Lineal insitían en que era lo mejor del mundo. Tampoco iba a contar una Historia de esa manera, ni siquiera a su nieta, pudiendo hacerlo cara a cara, como mandaba la tradición de su familia de cuenta-cuentos.

Las niñas llegaron puntuales, Cimbel con sus orejas puntiagudas y brillantes, y Dzy´ann con sus alitas relucientes y su sonrisa encantadora (puesto que era un hada, no un duende).

Hace mucho tiempo, cuando todavía no había tantos hombres sobre esta tierra -comenzó el duende a relatarles-, cuando los hijos y las hijas del bosque andaban libres, y aún no había cambiado su reino de lugar, ocurrió esta Historia:

El Roble, el árbol más grande y antiguo de todo el bosque, tenía una hija. Esta se convirtió en una muchacha ágil y fuerte, capaz de cazar tan bien como cualquier hombre (y mejor que muchos, de hecho). Un día, siguiendo a un ciervo, llegó hasta un arroyo que no conocía, y viendo al ciervo vadearlo, pensó que sería fácil para ella. Pero era de noche, y el ciervo sí conocía el camino de piedras que había bajo la rápida y fría corriente del arroyo. Ella se confió, y al meter su pierna derecha en el agua sintió un calambre y le falló, pues el agua estaba  muy helada. Se hundió por completo en la corriente, y el arroyo la arrastró ladera abajo. Al final, llegó a un remanso, dolorida y magullada por raíces y piedras, y aterida por el frío. Allí pudo salir de la corriente y, exhausta, se dejó caer en la orilla, inconsciente. 

El ciervo vio el lugar donde ella había caído, pero sintió un escalofrío y su instinto le avisó para salir corriendo de allí. En ese preciso instante, una criatura envuelta en una capa, oscura como la noche, se acercó a la muchacha. "Vaya, la hija del Roble está a mi merced. Los astros no pueden ser más favorables esta noche." -pensó para sí misma Volga, la Vieja. Había estado allí desde que el mundo era joven, y había visto crecer al antiguo Roble. Sabía que a través de su hija podría tener poder sobre él, e incluso hacerle daño. Cuando el Roble no gobernase, todo el poder del bosque sería suyo. No es que ahora no tuviera poder, es que para ella eso eran migajas comparado con lo que podía llegar a tener.

"¿Qué voy a hacer contigo? Mmmmm. Ya lo sé. Te enviaré al pueblo como una humana normal. Cuando tu padre vea que te has ido con los hombres y te has olvidado del bosque, se enfadará y la magia del bosque se volverá contra ellos." Y tras decir esto, sacó de su zurrón un frasco muy bien envuelto en pieles, de aspecto delicado, lleno de un líquido azul y gelatinoso, que le hizo tragar a la muchacha, mientras esta seguía inconsciente. 

A la mañana siguiente, la muchacha despertó, habiendo olvidado por completo quien era. Sentía que debíar ir al pueblo, y una palabra sonaba cada cuarto de hora en su cabeza, aunque ella de eso no sabía nada, pues Volga la Vieja había grabado un nombre en su subconsciente.

"Ternain." 
Esa fue la primera palabra que dijo la hija del Roble cuando vio en el camino a un hombre con aspecto de leñador. Aún le faltaban dos horas andando hasta el pueblo. El hombre le indicó que se acercara por un camino que rodeaba el pueblo, a su derecha, hasta una casa sobre una colina en el claro del bosque. Allí vivía Ternain, el carpintero.

Era una casa no muy grande, hecha entera de piedra, con el suelo elevado y tres escalones para llegar hasta la puerta principal. Sobre el llamador de esta había una marca que no conocía (la marca de la familia, supuso). Atisbó por una ventana, observando que la casa estaba vacía. El tal Ternain, el carpintero, debía estar cortando madera. Al pensar eso sintió un escalofrío, pero no supo explicar porqué cuando pensó en ello. Sacudió la cabeza, como si quisiera alejar un mal presentimiento.

Se sentó ante la puerta, sobre el segundo escalón, a esperar. Ternain llegó a la hora de la comida, trayendo tras de sí un caballo, que tiraba de un carro cargado de madera, casi todo troncos de árboles ya viejos, pero aún aprovechables. Esto, inexplicablemente, la tranquilizó.

Nada más verla, fue corriendo hacia ella. La reconoció de inmediato por su pelo largo y ensortijado. Era la hija del Roble. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Le traería algún mensaje?

Tras las presentaciones, la hizo pasar y comieron juntos. Al preguntarle por su padre, se dio cuenta que la muchacha no recordaba quien era. Decidió que la acogería en su casa, mientras recuperaba la memoria, y al día siguiente fue al pueblo a hablar con su amigo el Bardo, a ver si había oído algo por los caminos sobre la hija del Roble.

En lo profundo del bosque, donde está el antiguo Roble, el tiempo no transcurre igual que fuera, en el reino de los humanos. Va más lento, es más hermoso. Para el Roble, habían pasado dos días desde que su hija faltaba.

La muchacha se iba a quedar unos días, que se hicieron semanas, meses y finalmente, años. Dos años llevaba en la casa de Ternain, cuando escuchó un mirlo cantando en un árbol, frente a la casa. Se asomó a la puerta y escuchó con atención su canto. Le pareció que decía "tu padre se enfadará cuando sepa que te has olvidado de él y te has venido a vivir con un humano". Pero ella no recordaba quién era su padre, y no sabía como era posible que entendiera el canto del mirlo.

El efecto de la poción que le había dado Volga la Vieja se iba debilitando cada día más... y la muchacha empezaba a tener sueños muy reales de la vida en el bosque, de la caza, de la sensación de libertad al dormir desnuda bajo las estrellas...
Bueno, esa sensación no era nueva, ya la había experimentado al lado de Ternain...

Un hombre bueno, al que había llegado a comprender y amar, que tenía toda la casa llena de cachibaches, utensilios y herramientas, pero que todos los días trabajaba con sus manos algún objeto de madera, tallando, puliendo, desbastando... porque amaba su trabajo, y porque su casa también era su vida: las paredes estaban revestidas de madera, para que no entrase la humedad; las mesas, decoradas y labradas, recordaban fantásticas formas de animales que ella nunca había visto (tortuga, llamaba a la mesa de su despacho, donde hacía los cálculos del material que necesitaba para los proyectos, las medidas, etc); la cocina tenía todo tipo de cucharas, cuencos y vasos tallados; las camas tenían patas como si fuesen fieras y las mesillas, como garzas; los armarios parecían cuevas a otro mundo, llenos de pieles por dentro y con puertas que se deslizaban para abrirse. Jamás había visto casa igual en un humano (no sabía porqué pensaba esto, de repente, si ella también era humana... ¿o no?).

El mirlo llegó de vuelta hasta el antiguo Roble, que lo había mandado averiguar el paradero de su hija, pues estaba muy preocupado. Le contó que la había visto en casa de un humano, un carpintero, que llegaba todos los días del bosque con su carro cargado de madera.

El Roble sintió primero sorpresa, luego dolor, y por último, ira. Sin saber nada de las artimañas de Volga la Vieja para hacerle daño, invocó al Señor de la Tierra, para pedirle ayuda y justicia. Le dijo que su hija le había olvidado, para irse a vivir con un hombre sin corazón, pues todos los días cortaba árboles sin piedad alguna. El Señor de la Tierra le escuchó, y sabiendo que el Roble era incapaz de mentir, le pidió que eligiese un castigo para aquel hombre, si así lo deseaba. El Roble dijo que su hija no estaría con ese hombre, a no ser que la hubiera engañado y engatusado, y que debía tener el corazón de piedra para apartarlo así de su hija. Por tanto, pidió al Señor de la Tierra que el hombre se convitiera en piedra, igual que era su corazón.

"Sea." -le concedió el Señor de la Tierra, creyendo que era justo.

Ternain estaba reparando el muro de piedra de su casa, que tenía una pequeña grieta en la fachada norte, cuando de repente se sintió desfallecer. Se apoyó en el muro, y este se fundió bajo su mano. Apoyó la otra mano, y se hundió también. Perdió el equilibrio y cayó hacia delante, de bruces contra las piedras, fundiéndose con ellas. Sólo quedó la silueta, dibujada en el muro, de lo que hacía un segundo era un hombre.

La hija del Roble llegaba de recoger agua del frío arroyo, cuando vio la escena. Corrió, pero no pudo hacer nada: su amado se había ido, fundido con la piedra de la casa que tanto quería.

Tres días de sol y tres noches de luna lloró junto a él la hija del Roble. Se olvidó de todo, incluso de comer, tan grande era su dolor. Sus lágrimas por un amor verdadero empaparon el suelo a su alrededor y llegaron más abajo, conmoviendo al duende que vivía bajo la colina. Este, afligido por la tragedia, llamó al Señor de la Tierra y se lo contó. El Señor de la Tierra fue a ver a la hija del Roble. Antes de que amaneciera el cuarto día, un hombre con una capa verde, y barba oscura, se acercó a ella desde el bosque. Tomó con su mano su barbilla, y sin decir palabra, le secó las lágrimas con un dedo pulgar áspero y frío. Se llevó el dedo a la boca y las probó. Sus lágrimas le contaron la historia, desde que Volga la Vieja la dejó sin memoria. El Señor de la Tierra se puso blanco de rabia. Respiró profundamente, y tras calmarse, sus ojos brillaron en la noche con una luz que sólo los moribundos alcanzan a ver. Puso su mano sobre la frente de la muchacha, que de inmediato recuperó la memoria, y rompió de nuevo a llorar, por haber decepcionado de esa manera tan cruel a su padre.

"Shhhhht... Niña, no sigas llorando, tu padre sabrá que no es tu culpa, yo mismo se lo contaré, y esa vieja, Volga, lamentará el daño que ha causado su ambición de poder. Dime, ¿qué puedo hacer por tí? ¿Quieres volver junto a tu padre, el Roble, en el corazón del bosque?"

"No, Señor, decidle a mi padre que le quiero con toda mi alma, pero mi lugar está aquí, junto a mi amado Ternain. Era carpintero, pero sólo cortaba árboles ya viejos, que el viento habría derribado. Estaba reparando el muro de la casa, dañado por la lluvia, el granizo y la humedad. En esta casa está su alma. Si pudiera, me quedaría para siempre protegiéndola, para que su obra no se pierda, y que sirva para varias generaciones como ejemplo de amor al trabajo bien hecho. Daría incluso mi vida por permanecer aquí, junto a él."

El Señor de la Tierra entró en la casa, y quedó admirado por el trabajo que había llevado a cabo Ternain durante su vida. Se fijó en un cuenco, cuya forma y color le recordó vivamente a una piedra caliza, a pesar de ser de madera. El trabajo de un artesano que amaba así a la Tierra le conmovió. Consideró que la petición de la muchacha era justa.

"Sea, pues. Te quedarás y guardarás la casa de los elementos. Tus raíces no serán profundas, por lo que deberás esforzarte para que la casa quede protegida y que la piedra no se quiebre. Crecerás generosa y en espiral, como lo hace la Vida, por todos aquellos resquicios donde puedas agarrarte. Deberás ser valiente y llegar arriba del todo, para que el tejado no sufra las inclemencias del tiempo. Deberás ser fiel y agarrarte firmemente, siempre, a la piedra, para que el viento no la deje al descubierto. A partir de hoy, hija del Roble, te llamarás Hiedra."

Y tras decir esto, la hija del Roble sólo pudo musitar "gracias", pues seguía de rodillas frente a la silueta de Ternain, cuando se transformaron sus piernas en raíces, hundiéndose en la tierra, y ella misma se convirtió en una hermosa hiedra, que tapó por completo la figura del muro. Fue creciendo y completando su tarea, protegiendo cada vez por más sitios la casa, hasta que la humedad, la lluvia, el sol, el frío y el viento no pudieron dañar la piedra.

Así es como la hiedra crece sobre la piedra -terminó el duende, un poco cansado debido a la hora que se había hecho tras cenar y contarles el cuento a su nieta y a su amiga, que incluso habían llorado al oírlo.-

"¿Y qué le pasó al antiguo Roble?" -preguntó Cimbel, ansiosa.
"El Señor de la Tierra envió al duende que vivía bajo la colina, que era mi tatarabuelo, a contarle la historia de su hija y Ternain. El antiguo Roble lloró savia cuando supo que su hija estaba bien y lo amaba, aunque ahora se hubiera convertido en otra criatura del bosque, distinta de la muchacha alegre y cantarina que fue, y sin embargo, igual en su esencia."

"¿Y qué ocurrió con la Volga la Vieja?" -quiso saber Dzy´ann, tan curiosa como siempre.
"No lo sé, pues mi tatarabuelo nunca lo supo. Cuando mi tatarabuelo le preguntó qué iba a hacer con ella, el Señor de la Tierra sólo le dijo una palabra, cuyo tono quedó tan grabado en su alma que incluso hoy puedo sentirlo: Justicia."

Tras ver la mirada del Señor de la Tierra cuando salió en su busca de la vieja Volga, los lobos se apartaron a su paso y aullaron de puro miedo, y la Luna se escondió entre las nubes, asustada.



- Dedicado con cariño a mi amigo el Travieso cuenta-cuentos, payasete y tamboril, Curro.

jueves, 28 de julio de 2011

Fresas tras el abeto - Capítulo II - Fresas

Llegó a un cruce del camino, y sin saber muy bien en qué dirección seguir, decidió hacer caso de su intuición. Vio un mirlo alejarse en dirección oeste, y una comadreja que salía de su madriguera, asustada por su caballo, salió corriendo tras enseñar los dientes. Consultó las runas, que llevaba en una bolsita al cinto. Estas le indicaron que esperase a ver el sol, lo cual ocurrió sobre las once de la mañana. Justo cuando salía el sol entre las nubes, pasó por el camino en dirección sur un carro de un comerciante de pieles. Al preguntarle por el círculo de piedras, este lo miró extrañado, pero le indicó que si quería ir a ese lugar (“abandonado hace mucho por la gracia divina” – describió el comerciante), lo siguiera, pues iba a pasar en paralelo a esa zona. Elder montó en su caballo y lo siguió, y llegado el momento, junto a un gran roble caído a un lado del camino, el comerciante se detuvo.

“¿Ves aquella colina hacia el sur, a tres millas de aquí?” – le indicó. “Tras ella, media milla más hacia el sudeste, está el lugar que buscas. Que Dios te proteja y te guíe en tu camino, extranjero" - con estas palabras, el comerciante se despidió y continuó su viaje.

Elder se dirigió hacia la colina y al sobrepasarla, vio a la izquierda, no muy lejos, un círculo formado por piedras de dimensiones colosales, puestas de pie.

En medio del círculo habían dos personas, por lo que pudo distinguir según se fue acercando. La chica era Stauba, de eso estuvo seguro en cuanto vio su larga trenza que le caía por la espalda, y que tantos quebraderos de cabeza le había traído mientras fue su maestro de armas. Tenía una camisa hecha jirones encima, que apenas tapaba su piel; estaba agitada, respiraba deprisa, podía ver sus pechos subiendo y bajando rápidamente por su acelerada respiración. Tenía la mirada fija en el muchacho que estaba a sus pies, tendido en el suelo, parecía angustiada.

Elder desmontó, dejando que su caballo se alejara un poco para comer hierba. Fue caminando hacia la pareja, despacio, para no asustarla: era impredecible cuando estaba asustada. Ella no reaccionó al verlo, al principio; dos segundos después, se echó en sus brazos, temblorosa, y lo miró a los ojos, desesperada. “Elder, puedes ayudarlo, ¿verdad? Creo que se está muriendo”. El muchacho estaba en el suelo, blanco como el yeso, con dos agujeros abiertos en el pecho, cuya sangre estaba coagulada por el frío. Eran casi triangulares, por su forma le recordaban a un par de fresas demasiado maduras.

“¿Qué o quién le hizo eso?” – preguntó Elder a la muchacha.

“No lo sé, estaba persiguiendo un jabalí por mitad del bosque cuando oí unos gritos. Alerta, me acerqué al lugar de donde parecían provenir, tras unos abetos. Vi moverse uno de ellos, y una forma peluda, gigantesca, como un hombre con mucho pelo y cabeza de lobo, salió corriendo de allí. Me acerqué con cuidado, y al mirar, me pareció ver un par de fresas entre las hojas del abeto. Extrañada, fui rodeando el árbol despacio, hasta que encontré a este muchacho de pie, echado de bruces sobre el abeto. Lo zarandeé, pero no respondió, ni siquiera cuando le pellizqué los genitales. Las heridas son extrañas, ¿podrían ser de los colmillos de ese ser que salió corriendo?” – preguntó Stauba a su vez.

“Sí, bien pudiera ser” – afirmó Elder, pensativo. Empezó a caer una llovizna ligera, con el sol en pleno apogeo, que dio a la escena un tono aún más frío, si eso era posible. Ahora entendía, pensó Elder, el nombre de la taberna. “La oveja degollada”, claro.

“Vamos, niña, busquemos un refugio donde llevar a este pobre muchacho. Creo que he visto una cabaña abandonada hace un rato, en un recodo del camino. Podremos pasar la noche allí” – declaró Elder.

“¿No sería mejor buscar un médico? Está débil, su respiración es muy leve y está pálido” – preguntó Stauba.

“No, creo que su enfermedad sólo conoce un tipo de cura, y estoy seguro que no te agradaría verlo morir en manos de un mata – sanos, pues hay pocos por estos lugares que sean hábiles en su profesión" - respondió Elder.

“Bueno, está bien, confío en ti. Espero que puedas ayudarlo” – y tras decir esto, Stauba ayudó a Elder a subir al muchacho al caballo, tumbado encima de la silla, pues estaba inconsciente. Y así, se alejaron del círculo de piedras, que pareció casi emitir un sonido al salir ellos de su interior, y notaron ambos algo extraño, como si el aire fuera menos denso ahora, en el camino hacia la cabaña.

jueves, 9 de junio de 2011

Fresas tras el abeto - Capítulo I - Elder


Su caballo bufaba y avanzaba trabajosamente, azotado por la nieve que caía, densa, con un viento racheado que le hacía sacudir la cabeza de vez en cuando. El monje no sentía el frío, en parte porque estaba acostumbrado al clima de su Islandia natal, en parte porque llevaba suficientes capas de ropa de abrigo encima. Sus cabellos oscuros, lacios y largos, ondulaban al viento, debajo de su sombrero gris de ala ancha, el cual iba bien sujeto por la cinta bajo su mentón.

Cualquiera que lo viese pensaría que era un buhonero, por lo abultado de sus alforjas y por su aspecto de vendedor ambulante. Pero eran tiempos peligrosos, y era mejor parecer un comerciante que un monje de una religión que no era bien vista por los nativos del lugar donde se encontraba.

Tras superar una curva del camino, embarrado, entre marrón y blancuzco, creyó ver unas luces a su derecha, unos quinientos metros más adelante.

“¡Qué bien!” – pensó – “Esta noche tendré cena y cama caliente”. Sentía los músculos tensos y pesados bajo la ropa empapada de sudor. Sus pectorales, bíceps y tríceps empezaban a dolerle, y sentía una ligera picazón en los muslos y en los glúteos. Las manos ya casi no las sentía, no por el frío, sino por el cansancio: llevaba 16 horas a caballo, aunque había parado varias veces a descansar y a darle agua y comida a su caballo.

Al llegar bajo las luces, leyó el cartel de la posada: “La oveja degollada”. Curioso nombre para una posada como esa, perdida en mitad del camino hacia ninguna parte, y cercana a los fríos y solitarios páramos de Bodmin Moor. Pero a pesar suyo, tuvo que reconocer que parecía acogedora en mitad de la tormenta de nieve, se oían cánticos, charlas y juramentos que procedían del interior: las gentes del pueblo estaban esa noche reunidas, en una celebración, en una algarabía disonante y familiar al tiempo.

Tras bajar del caballo, lo acercó al establo anexo, donde dos muchachos con cara de estar muertos de frío y cansados le atendieron amablemente, y se pusieron a almohazar su caballo. Le indicaron que en la posada encontraría habitación y podría cenar y asearse, cosas ambas que estaba deseando hacer. Cuando les preguntó si conocían el círculo de piedras, del que había oído decir que estaba cerca, en los páramos, ambos se persignaron y asintieron, extrañados. Mas no supieron indicarle en qué dirección estaba (o no quisieron, no lo sabía).

Entró en la posada, entre miradas hoscas unas y divertidas otras, y cuando el dueño le preguntó su nombre, sólo respondió “Elder”, con su voz profunda y musical. Esa noche durmió de un tirón. Cuando llegó el alba, cogió su caballo y partió en busca del círculo de piedras que Gyenna le había descrito en sus visiones. Allí debería encontrarse con su hija y llevarla de vuelta a casa. Pero no tenía sentido todo aquello, se decía para sí mismo mientras su caballo resoplaba jirones blancos de niebla.

lunes, 6 de junio de 2011

Fresas tras el abeto - Prólogo

Prólogo


Despuntaba el día, clareándolo todo con los colores de la luz incipiente, que se iba asomando sobre el horizonte, reptando, sigilosa, abriendo flores a su paso, que exponían su interior más bello, agradecidas.

Sus ojos se entreabrieron. “Mmmmhhh” – musitó, medio dormida todavía. Su cabello rubio le llegaba hasta la mitad de la espalda, cayendo también por delante hasta sus pechos. Se dio la vuelta sobre la cama, pero su compañera ya no estaba a su lado; aunque era el alba lo que la había despertado, y no su ausencia.

Saltó de la cama con su metro ochenta de piel erizado por el frío repentino de tirar el edredón al suelo. “Lauraaaaaa” – llamó, pero no obtuvo respuesta a través de la ventana abierta. Enero en Snowdonia. Hasta las águilas tenían carámbanos en el pico.
“¿Dónde se habrá ido esta vez? Tendré que ir a buscarla, con este frío” – pensó Emma,
mientras recordaba los sitios donde otras veces la había encontrado, tras varios días de búsqueda.

Tenía los pezones de punta por el frío. Se puso su ropa de trabajo, y la capa de siempreviva encima. Salió calzada con sus botas de piel de oso, y las raquetas debajo. En la nieve se veía el rastro de unos pies humanos, y algunas gotas de sangre de vez en cuando. "Vaya, parece que le ha venido, por fin” – se dijo a sí misma al ver la sangre.

“Mira que si se llega a quedar encinta después de su último encuentro, no quiero imaginarme las consecuencias. Su madre me habría cortado las orejas” – y al pensar eso tembló, recordando la ira de Gyenna, la madre de Stauba (Laura era su nombre de humana, que Emma usaba para recordarle que tenía unas obligaciones si vivía junto a otras personas, en sociedad).

Sí, sin duda, le habría cortado las orejas... o el cuello. Ella era la encargada de proteger a su hija. Pero en realidad, por mucho que se esforzaba, no podía controlarla, ni seguir su ritmo.

Era como una niña, curiosa e inquieta, que iba de aquí para allá, explorando, buscando todo lo que le llamaba la atención por su tipo de energía. Y eso en esa región era algo especialmente peligroso. Porque había puertas entre los mundos que nadie sabía adónde llevaban, ni como pasarlas, ni cuándo habían sido abiertas. Y porque a veces de esas puertas salían visitas poco recomendables...

jueves, 24 de febrero de 2011

El muchacho

Ayer se plantó delante mía, el pelo revuelto y estos grandes ojos marrones, llenos de vida.
Hacía veinte años que no lo veía tan de cerca, tan próximo.
Nos fundimos en un abrazo, y volvimos a ser uno.

Lo recuerdo bien: ese chaval que no podía ni subir la cuerda del gimnasio, que siempre
se quedaba atrás, hasta que un día tuvo el tiempo a su favor, y no en contra,
y siguió corriendo...

Incluso cuando todos sus compañeros se habían parado, exhaustos, él seguía corriendo,
detrás de uno que jugaba de ala pivot en el equipo de baloncesto, y que sólo le sacaba
200 metros de ventaja...

Y siguió corriendo, no por darle alcance ni por ganar,
sino porque era feliz de estar vivo y corriendo...
libre... igual que un lobo...

Ayer aquel muchacho volvió a correr conmigo...

lunes, 7 de febrero de 2011

Pasaje


Relajado, me concentro, y una lengua de fuego me llama:
susurra más allá de mi oído interno, detrás, en un rincón olvidado del cerebro.
Me mareo y paso directamente, sin preámbulos:
la Señora de la Llama me ha traído al tiempo del fuego.

Una silueta femenina de largos mechones negros se balancea, frente a mí,
adelante y atrás, adelante y atrás, agitada desde atrás por otra silueta de mujer,
como un sonajero pretérito capaz de distraer
a ese niño egoísta e insaciable: Dolor.

Son ellas. He vuelto. Tiempo atrás, desde que conocimos el fuego, existen.
Son la mujer medicina y su paciente. Son la partera y la que ha de parir.
Siguen un patrón rítmico, creando una imagen del subconsciente.

Entonces, la oigo: la lengua del fuego, que
me habla con palabras que no pueden ser pronunciadas
por garganta humana. Me es dado traducirlas, y al pronunciarlas,
completo el patrón. El ritmo sigue, yo estoy en mi sitio, cerrándolo cuando sale.

Ahora yacen, exhaustas tras volver del pasaje.
El silencio se cierra y la lengua de fuego crepita.
La Señora nos concede el descanso.

miércoles, 26 de enero de 2011

La noche del océano


Eres tan cariñosa como una Madre: alimentas, acicalas, cuidas, apoyas, mimas...
Eres tan generosa con los demás, que siempre terminas sufriendo por su causa.
Eres tan valiente, que no dudas en dejar atrás tus miedos...
para ayudar a otros a superar los suyos.

Siento cómo lloras por dentro, diez minutos antes de llorar por fuera.
Una ola de sentimientos fluye a través de tu alma,
alcanzando la mía: nostalgia, dolor, pérdida, un retrato agridulce de cariño,
una sensación asociada a un tiempo y a un paisaje.

Hace mucho que no necesitamos palabras, pues somos hermanos de alma.
Cuando era sólo un niño perdido, me sacaste del pozo de la ira y la auto destrucción.
Cuando fui hombre, dibujaste alas en mi espalda para que pudiese volar lejos.
Ahora desbrozas la senda delante mía, machete en mano, monte a través.

Me diste el regalo más preciado: la libertad. Por eso no me aparto de tu lado.
Porque soy libre de hacer mi vida, y cada día aprecio más tu mano,
en las cosas que no me dices, en las que dejas que descubra por mí mismo,
aunque tú ya las has visto.

Cada día te admiro un poco más, pitufa. No te pongas triste
si uso un viejo truco de buceador para subir a la superficie,
cuando llevo el tiempo tan justo: he visto un ancla que subía hacia la proa de un barco,
y me he agarrado a ella hasta llegar arriba y respirar aire puro.

Ahora estoy de nuevo entre olas, flotando... pero el barco se aleja, sólo logro distinguir
su estela de olas de plata a la luz de la luna... la noche del océano se me echa encima,
y sé que será larga, pero recuerdo la pequeña cala abrigada de piedra negra y pulida
donde me llevó la corriente del destino, y no siento miedo...

Pues sé que al final del océano hay tierra firme: en la noche trataré de alcanzar el barco,
y si no, la mañana traerá hasta mí un velero, con su camareta estrecha y cálida,
que huele a salitre y a sol... no me preocupo, ahora sólo me ocupo de nadar: inspiración,
brazada, espiración, brazada... y las piernas, siempre el ritmo en las piernas...

Lo único que pido a Selene es poder velar tu sueño.
Duerme, pues el Lobo vigila desde la piedra sobre el poblado.
Y si despiertas, deja que te guíe la luz de su mirada,
esa que convierte las tinieblas más negras en formas azules y densas...

domingo, 16 de enero de 2011

Cuento para un hada: el principio de un mundo.


"Mira, allí están, allí enmedio." - dijo Dzy´ann.
"Sí, ya los veo. Venga, vámonos, no debemos interferir en sus asuntos." - le respondió Lii´la.
"¿Qué están haciendo?" - quiso saber Dzy´ann, que por más que se esforzaba, no conseguía ver bien a través de la semiesfera de luz nívea que rodeaba las dos figuras entre la niebla.
"Están Haciendo el Amor." - le espetó Lii´la, impaciente por irse de allí.
Demasiada energía, demasiado cerca.
"No, no lo creo, no hay contacto físico entre ellos, y los humanos a eso le llaman tener sexo, y es necesario contacto físico." - se extrañó Dzy´ann, que miraba la escena sin comprender.
"Veo que no lo entiendes. Te lo mostraré desde el principio, y luego nos iremos de vuelta a casa." - y tras decir esto, Lii´la chasqueó los dedos de ambas manos, agitó sus alas tres veces y las dos hadas empezaron a volar hacia atrás en el tiempo, en una espiral de diez minutos, hasta el principio de todo.

"¿Los ves ahora?" - preguntó Lii´la.
"Sí, pero aún no lo entiendo" - dijo Dzy´ann, mientras contemplaba a una esbelta muchacha que tocaba un violín, y de vez en cuando, pulsaba con sus dedos de la mano derecha las cuerdas, tañendo notas tan bellas como gotas de rocío al amanecer. Frente a ella, un hombre fornido movía su mano derecha en ademanes rítmicos, al compás de la música; en la izquierda, tenía el pergamino más largo que Dzy'ann había visto en su vida (aún era muy joven entre el pueblo de las hadas, poco más que una niña de doce años en términos humanos). El  hombre estaba inclinado sobre el pergamino, y tras cada compás rítmico de su mano, recitaba una palabra, y deslizaba el pergamino un poco, dejando que en una zona virgen cayera algo de su pecho... -¿sangre?-, tras lo cual volvía a empezar con los movimientos y la letanía. La melodía que tocaba la muchacha era a veces acompañada por su voz, que contenía ondas de energía de otro plano.

Dzy´ann cada vez entendía menos.
"Ay, esta chiquilla. Cambia de visión, mira el telar y no sólo el mundo físico, y lo entenderás." - le aconsejó Lii´la, divertida por la falta de experiencia de su aprendiz.

Dzy´ann entornó los ojos, se puso bizca, parpadeó... y empezó a llorar, desbordada de alegría. Las notas del violín surgían en una cascada de luz, cayendo hacia una roca que estaba delante de la pareja. Los tonos que salían de la boca de la muchacha se convertían en pájaros, en ciervos y en muchos otros animales al llegar a la roca. Nada se salía de su lugar, pues el hombre -¿o era un lobo?- con su mano -¿garra?- iba moviendo los hilos del telar, la urdimbre misma de la vida, que la música creaba, y los iba colocando, a veces cortaba uno, y otras veces metía uno entre los demás, cambiando su imbricación. Cada vez que un compás terminaba, una gota de la sangre de su corazón manaba de su pecho e iba a caer en el pergamino, formando letras de un alfabeto que Dzy´ann desconocía. Entonces él pronunciaba esa palabra, y la música, ininterrumpida, retomaba el compás de la creación.

"¿Lo entiendes ahora, chiquilla? Están en el principio de un mundo: ella va creando, con su música y su canción, toda la realidad que existe entre ellos, la crea y le da formas; él busca para cada forma creada su tiempo y su lugar en el telar de la vida, y con sus manos y su corazón, encuentra nombres a las formas y les da entidad, escribe sus nombres en el pergamino del mundo y los pronuncia, haciéndolos existir en la realidad." - explicó Lii´la, extasiada ante la escena.

Dzy´ann, entre lágrimas, no dijo nada. Era lo más hermoso que había contemplado nunca. Ahora lo entendía, estaban Haciendo el Amor, estaban creando la energía primigenia, de la que son partícipes los átomos y las ondas y los rayos, que está imbuida en todo lo creado, y que cambia toda la realidad cuando la alcanza.

De pronto, Lii´la abrió la boca, sorprendida: un ojo azul de lobo la miraba fijamente. No había tomado precaución alguna, y ahora se daba cuenta de que no habían vuelto al momento que ella quería, puesto que la pareja no tenía ninguna luz alrededor. Sin variar ni un ápice el tono de su voz, ni detener la melodía, surgieron alrededor de ellos dos arcos de luz, uno de sur a norte y otro de oeste a este, que se juntaron en el centro, sobre sus cabezas, y empezaron a girar en el sentido de las agujas del reloj, formando una espiral de luz, una esfera nívea que los protegía, mientras seguían creando su Amor.

"¡Vámonos de aquí, chiquilla, deprisa, no deberían habernos visto!" - gritó Lii´la, batiendo tres veces palmas y balanceándose adelante y atrás con sus alas. Dzy´ann la imitó al instante, y ambas volvieron a su hogar bajo los almendros, justo a tiempo de oír cómo la vieja Skee´lah chillaba: "¿Cómo os habéis atrevido a dejaros ver? ¿Es que no sabéis que habéis estado a punto de interrumpir el rito más sagrado para la madre Tierra?".

"En menudo lío nos he metido." - pensó Lii´la, mientras ponía su mejor cara de no haber roto un plato. "Pero si la chiquilla hoy ha aprendido cómo es de verdad la vida, habrá merecido la pena" - se dijo, mientras sonreía para sus adentros ante la cara de la enfurecida y vieja Skee´lah, y miraba de reojo la expresión de arrobo en el rostro de Dzy´ann, que miraba hacia arriba con una esperanza nueva.

martes, 11 de enero de 2011

La leyenda del Lobo Cantor


El Lobo cantaba a la Montaña, que era orgullosa.
El Lobo cantaba para Todos.

Su canto era de Amor.
A la Tierra. A la Vida.
La verdad de su Alma. Un arroyo sin fin.
Era ya antiguo cuando vino el Hielo.
En los tiempos de Dirus, el Gran Lobo Terrible.

Quien no siente este Amor, no puede cantar.
Y llamará maldad a la Canción. Indigna de los lobos.
Así era Rufus. Rufus, el lobo tirano. El destructor.
Él y sus fieles se llevaron la Canción.
Y, durante milenios, el Cielo estuvo vacio.

Pero el arroyo siguió fluyendo. Uniendo el Pasado y el Futuro.
Dirus regresó.
Su búsqueda fue larga. Pero segura.
Pues el Espíritu vivía, esperando.
Liberado, resurgió su Poder.
El Lobo recobró su libertad. La Tierra toda.

El lobo canta a la Montaña, que es orgullosa.
El lobo canta para Todos.

"La leyenda del Lobo Cantor, George A. Stone"

martes, 4 de enero de 2011

Cad Goddeu



Ningún padre ni ninguna madre
me ha hecho en absoluto;
la materia y la forma
fueron los nueve sentidos;
brotan de los frutos,
de las raíces divinas,
de las flores salvajes -prímula-
florecen las colinas, árboles y arbustos,
y yo soy de arcilla de la tierra,
el día de mi nacimiento,
y de flor de ortiga
y la novena espuma de la ola.