Suenan. Retumban.
Un latido.
Dos latidos.
Me uno con un redoble.
El djembé canta su alma a mi lado, oscuro y dorado.
Cinco.
Seis.
Bum. El chamán ha hablado.
Nos alzamos en un coro no estático, álgido y simpatético.
Con una danza casi agónica, se libera.
Ahora la veo, por fin comprendo:
es Roja.
Desnuda delante de mí,
la veo cubierta de sangre,
como la viera por primera vez Madre.
Lentamente,
alegre y de rodillas,
se ve atraída
por otra mente.
De pronto, cae y recuerda,
su alma se lamenta,
elevada hacia la cuerda.
Ahora es Azul, como su añoranza y su tristeza:
"¡Ïa-uggg!", la oigo chillar en mi cabeza.
Añora y tañe su lamento,
escapada por un rato del sufrimiento,
en un mundo que ya no es el suyo,
de un instinto cuyo recuerdo
es sólo sentimiento.
A través del sonido de la cuerda,
emerge su avatar, denso como la oscuridad:
la acaricia, la tañe, la convoca.
Es música de su alma, que siente pesar
por un mundo donde no hacen falta palabras:
sólo vivir, vibrar, correr, gruñir, cazar, retozar.
Parte en dos mi alma de hombre
y mi ser de lobo
con su último tañido, gañido, quejido.
Dos hermanas suenan como una sola.
En la cumbre se pierde una bola.
Queda, suavemente,
volvemos al silencio,
de donde nacimos,
para descansar.
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